Recuerdos del BUP (4)
Las cosas que ocurren cada día
van pasando como un tren cuando se adentra en un túnel. A través de la última
ventanilla en la oscuridad va quedando una estela de luz.
En Tercero estudiamos
Filosofía. Tuvimos un profesor, Don Ramón Corrales, entrañable que nos contaba
muchas anécdotas aleccionadoras de alumnos que durante las vacaciones
estudiaban para llegar preparados al curso siguiente, me llamaba la niña
Toscano, colocando su mano sobre mi cabeza y llevándola hacia el tablero del
pupitre, este gesto lo repetía con todos. En COU nos impartía las clases la
Hermana Carmen, una monja de las Esclavas que participó en la secularización de
muchos miembros del clero que en aquellos años abandonaron conventos y
parroquias para trabajar en barrios obreros o, simplemente, volver a la vida
civil. Ella se sentaba en la esquina de la mesa, miraba hacia el techo y sus
dedos jugaban con la tiza mientras nos hablaba de Aristóteles, Platón o Kant.
Unos compañeros traviesos le prepararon una broma inocente pegando la tiza a la
mesa. En otra ocasión, mientras hacíamos un examen en el aula magna, alguno de
ellos tiraba de la larga cuerda de la persiana desde el laboratorio de Ciencias
Naturales que estaba en el piso de abajo…Bromas que terminaron por provocar un
incendio en una papelera del pasillo.
En Segundo y Tercero nos daba
Francés Lola, una profesora gallega que usaba unos jerséis dos tallas más
pequeñas de lo que le correspondían. Los niños más gamberros se sentaban en la
primera fila y cada vez que ella se daba la vuelta y levantaba el brazo para
escribir en la pizarra, ellos se reían abiertamente. Ella se giraba y con los
ojos grandes y redondos, debajo de los rizos de su flequillo decía “No
comprendo de qué os reís”, con su acento gallego y su expresión cándida, como
de no haber roto nunca un plato. En COU llegó Madame Pigñol, una francesa
exquisita y chic que encantaba a todo el mundo, quizá no habíamos visto nunca a
nadie como ella en este rincón del mundo. Su marido abrió un pub con el apropiado
nombre de “La vie en rose”, el tema más famoso de la cantante Edith Piaf.
Ese año mi compañero de
pupitre fu Antonio Rivilla, hijo del profesor de Historia del Arte. Nos reíamos
mucho de sus chistes tan malos contados con el arrastrado acento cordobés.
Estábamos en una clase mixta de Ciencias y Letras en la que se acumulaban los
“cerebritos”, que luego serían médicos, jueces, profesores de Física y Química
y de otras materias.
Las clases de Lengua (común)
las de Literatura (optativa de Letras) nos las dio Mariví, que me llamaba
Antonia Machada. Era muy divertida, lo es; años después ha sido mi compañera y
he descubierto que canta los Verdiales hasta hacerme llorar de risa. Desde que
aprendí a leer me había gustado la Literatura, las palabras y Jo March. Yo
quería ser como Jo March.
En las clases de Literatura
estaban dos chicos muy interesantes que siempre iban juntos, antes habían
estudiado en Málaga y decían pertenecer a la Joven Guardia Roja. Escribían
poemas. Uno era de Serrato, Francisco y el otro de Benadalid, Isidoro. El
primero, dejó de estudiar, una lástima porque era inteligente y sensible, tenía
una letra preciosa, tanto como los hoyuelos que se le formaban en las mejillas
al sonreír y el de la belleza en la barbilla. Con Isidoro coincidí luego en el
Seminario Vespertino de la Calle Santa María de Málaga cuando estudiamos
Teología. Fue director del Instituto Guadaljaire de Málaga, en el Nuevo San
Andrés, donde curiosamente hicimos los exámenes de Selectividad en 1979. Ahora
se llama IES Isidoro Sánchez, en su memoria, desde el curso 2005-2006.
Aquel año… María apareció extremadamente delgada y con el cabello tan corto que parecía “La Raulito”, una película de 1975 que habíamos
visto en la tele y otra compañera estaba embarazada, la recuerdo con un poncho
que llevaba siempre para disimular su estado.
A veces, Madame Pigñol nos llevaba a dar las clases al campo. Solo teníamos que salir del recinto del instituto que está situado en la zona más alta de la ciudad, El Fuerte, por el cuartel de los soldados. Subíamos la cuesta hasta el depósito del agua a través de los almendros en flor. Todo estaba lleno de vegetación por encima del instituto y de las instalaciones militares.
A veces, Madame Pigñol nos llevaba a dar las clases al campo. Solo teníamos que salir del recinto del instituto que está situado en la zona más alta de la ciudad, El Fuerte, por el cuartel de los soldados. Subíamos la cuesta hasta el depósito del agua a través de los almendros en flor. Todo estaba lleno de vegetación por encima del instituto y de las instalaciones militares.
Hubo una huelga de alumnos que
duró muchos días. En el salón de actos los líderes daban sus discursos y los
profesores no entraban en las clases. La reivindicación era la supresión de las
pruebas de selectividad que daban acceso a la universidad. Yo había sacado de
la Casa de la Cultura un tomo de la Historia Universal de Daimon, “El siglo XX:
Las grandes guerras y la conquista del espacio” (1971). Los compañeros se
enfadaban cuando me veían enfrascada en la lectura sobre la primera mitad del
siglo, o a Hermann Hesse, Blas de Otero, Pío Baroja o Machado, pero yo no podía
perder el tiempo, después de lo que me había costado llegar hasta allí.
La Historia Contemporánea nos
la enseñaba Laura García, una mujer menuda, nerviosa y muy decidida, que
entraba en clase hablando del tema que tocara y se marchaba aún hablando
compulsivamente. Aprendí a tomar apuntes a una velocidad de vértigo.
Con Mari Carmen investigué
sobre el Renacimiento Alemán y pudimos ver en las enciclopedias de Arte de la
Casa de la Cultura los grabados de Durero, la impactante Crucifixión de
Matthias Grünewall tan dramática y siniestra y los retratos de Lucas Cranach;
el que más me interesó fue el de Lutero.
En los días previos a los períodos vacacionales íbamos a un bar que estaba de camino a la estación de autobuses, "El Chaqueta", creo que se llamaba. Siempre había alguien que traía una guitarra y cantábamos y se contaban chistes y bebíamos vino dulce.
Me viene a la memoria un
alumno que era de Fuerza Nueva y llevaba unos nunchacos, se rumoreaba que eran
para pegarle a la gente, iba por el patio delantero girándolos en torno a su
brazo.
Para realizar las pruebas de
Selectividad había que ir a Málaga, yo elegí el tren, con otros compañeros,
otros irán en autobús y los menos en automóvil, en aquellos tiempos no todo el
mundo tenía coche, ni teléfono en su casa, ni otras muchas cosas. Este viaje a
Málaga, tener que quedarse a dormir, era toda una aventura. Unos días de
terral.
No había graduación al estilo
americano, ni cena, solo una lista con las notas en la puerta del instituto. Íbamos
a comprar papel de Estado, una especie de sello muy grande, con un color
diferente según su valor, era para solicitar el título de Bachillerato que
tardaría años en llegar y nos entregaban la cartilla de escolaridad con las
pastas azules y la foto que habíamos entregado cuatro años atrás, cuando el tiempo
transcurría tan lento.
Así se abría ante nosotros
toda la vida que teníamos por delante, sin darnos cuenta de la trascendencia de
aquel momento hasta muchos años después.
¡Cuánto cambio de usos y costumbres! Algunos para bien y otros, en mi opinión,para mal, como el que comentas de las graduaciones ¡Si hasta se gradúan los infantiles cuando pasan a Primaria!O las fiestas-botellonas al finalizar cada trimestre y escogiendo siempre un jueves para no asistir al día siguiente a clase,aunque sea lectivo.En fin,sé que no es políticamente correcto «meter el dedo en el ojo» con estos asuntos,pero hoy me apetecía hacerlo.
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