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miércoles, 27 de marzo de 2019

Primero de BUP

Esta mañana me he acordado de este libro que aún conservo. Lo leímos en Primero de BUP. Ese curso, 1975-1976, fue el primero de este nuevo sistema educativo regulado por la Ley General de Educación de 1970, también conocida como Ley Villar Palasí. 
Para mí también fue un cambio considerable. 
Buscando información que documentara el modelo anterior a esta Ley, me doy cuenta de que es difícil porque hay poco al respecto y siempre mezclado con otros temas, además, no he podido encontrar documentación que justifique que en un momento dado hubo dos sistemas educativos: uno para ricos o genios y otro para pobres y tontos, aunque estoy muy segura de que existió porque yo era una de las personas que formaba este segundo grupo. 
Cuando terminé la educación primaria en el colegio "La caridad", me dieron el Certificado de Estudios Primarios. Una de mis últimas maestras allí, la Hermana Patrocinio, aunque firmaba los boletines como Francisca Huertas, me dijo que era una lástima que yo no pudiera seguir estudiando y ya está. Tuve varios trabajos, un verano en un kiosco de helados, y de "muchacha" (ahora empleada doméstica) en dos casas, la de un empleado de banca y la de un notario. La mujer del empleado de banca le dijo a mi madre que yo servía mejor para estar entre libros que para trabajar, la segunda, Doña Rosa, me prestaba libros que yo devoraba (los dos tomos de El Conde de Montecristo), además de enseñarme a hacer croquetas y a abrillantar la cera de los suelos. Aunque trabajaba hasta los domingos, conocí a un grupo de alumnas del colegio en el que mi hermana, por su excelencia académica, estudiaba el bachillerato.
Mi madre era la portera de un edificio y mi padre, jubilado, cobraba una pensión del régimen agrario. Ellos salían juntos a hacer recados o a pasear y me dejaban a cargo de la portería. Allí, en el mostrador, estudiaba, hacía los deberes y sobre todo, escribía. 
Un día vino a vivir a este edificio un matrimonio joven, él era profesor de Literatura en el Instituto y su mujer era maestra en un colegio público. En una ocasión ella, Pepita Villarejo, me preguntó por lo que yo escribía con tanta dedicación. -Escribo novelas, le respondí yo con toda la frescura de la inocencia y la ignorancia. Ella quiso leer lo que yo escribía y me dijo una vez más que era una lástima que yo no estudiara. Pero no se quedó ahí. Ella misma me matriculó en las pruebas libres para obtener la nueva titulación, el Graduado Escolar, y me prestó algunos libros. 
Superar esta prueba me abrió las puertas del Instituto, tuve que elegir entre dos opciones, o incorporarme a la última oportunidad de hacer el antiguo bachiller superior o matricularme en el primer curso del nuevo sistema educativo. Esta última opción suponía un año más, pero era mucho más prudente. Así fue como llegué al instituto cuando tenía quince años, un año más de lo que estaba establecido. 
Recuerdo los pupitres de madera oscura fijados al suelo en los que nos sentábamos de dos en dos, los cuarenta y ocho alumnos que éramos en Primero D. También llegan a mi memoria las clases de Lengua y Literatura de Don Emilio Carrasco, con sus concursos de redacción y el homenaje a Machado que me permitió hacer en clase, poniendo el disco de Serrat dedicado al poeta en el viejo tocadiscos. 

¡Y cómo olvidar las clases de Paco Marín! La pizarra con sus dibujos de tizas de colores, las células, el ciclo del carbono, los sábados que nos dedicaba enseñándonos a dibujar animales y plantas que tenía en el laboratorio en papel de estraza. Años más tarde coincidimos en un curso de cine. Alguien observó que sus apuntes estaban llenos de dibujos y los míos también y lo comentó. Él dijo amablemente que yo era una de las mejores alumnas que había tenido y yo, como respuesta, le recité un proverbio zen que curiosamente decía Anthony Hopkins a Antonio Banderas en la película La máscara del Zorro, "Cuando el discípulo está preparado, aparece el maestro".
Las excentricidades del profesor de Historia con su barba de chivo (...), el cuello tenso y la voz altisonante de la tutora y profesora de Francés, lo difícil que era el dibujo técnico y lo maravilloso que era el artístico enseñado por Cristóbal Aguilar, Lola y sus clases de gimnasia -antes no importaba que no se llamara Educación Física-, la profesora de Música que aún me saluda cortésmente y la sinfonía de los juguetes y -como no- el tormento de las clases de Matemáticas, con aquella pizarra llena de letras demostrando propiedades de los conjuntos. Alguna de sus horas era por la tarde, la recuerdo sentada en su sillón leyendo el periódico "Informaciones", después de habernos ordenado, página cincuenta y seis, ejercicios del uno al cuarenta. 
-Yo no entiendo lo que ha explicado, señorita.
- No voy a repetirlo porque ya lo tenías que saber.
No es de extrañar que aquel año me quedaran las Matemáticas de Primero para septiembre...junto con otros treinta y seis alumnos, creo. Mal de muchos, consuelo de tontos. 
A final de curso organizamos un viaje...¡a Ceuta! Recuerdo haber trabajado en ello con un alumno muy guapo, Postigo, que al año siguiente no volvió y una pareja de besucones que mi madre puso en el mueble bar.
Aún parece resonar en mis oídos la voz brillante de Maribel, cantando una canción muy triste, tocando la guitarra; recuerdo a Antonio Sánchez resolviendo problemas en la pizarra con la mano izquierda a la espalda, como en una reverencia, a Joaquín Segura Vilas, a Sarrión, a Charo, a Mari Carmen Zurita, las hermanas Guerrero...Podría continuar... nuestro amigo Sarrión era de Periana, muchos años más tarde, rebuscando en la sección de poesía de la Librería Luces en Málaga, encontré un libro suyo de poemas y me enteré de que era póstumo...
Solo había dos alumnos revoltosos en clase, estaban sentados en el último pupitre de la fila que estaba junto a la ventana, Fernando y Quino. Habíamos aprendido a hablar susurrando y a ponernos de pie cuando entraba la Directora en la clase. Escribíamos todo el día, al dictado o tomando notas de una conversación... Todo un reto.